Hoy
pienso pediros que os sumerjáis por un segundo en el circo de los pequeños
electrodomésticos. Esos aparatitos tan monos (hoy día de colorines, como una
fuente de macarons, antaño en simple y poco inspirador blanco y negro) que
hacen nuestra vida más sencilla y feliz. Chismes que trasladan a nuestros
hogares el salón de belleza, la peluquería o el bar de zumos naturales,
ahorrándonos un porrón de incovenientes y tiempo. El valioso tiempo.
Tenía
yo uno de estos, un depilador de piernas y otras partes más pudendas, tan
eficaz que me libró del doloroso láser. El SilkEpil de Braun. Al principio
dolía un poco pero enseguida te acostumbras, arranca el vello de raíz y pronto,
si tus pelibiris no son recios como
los de un paquidermo, irás espaciando las sesiones de depilado a un puñado de
minutos cada quince días. A fecha de hoy, me repaso una vez al mes (a veces
tardo más) y santas pascuas. No. No trato de vendéroslo ni los de la firma me
prometen comisión. Es que voy a contaros mi epopeya.
Mi Braun
SilkEpil se reveló enseguida como un chisme de belleza im-pres-cin-di-ble. Me
acompañó año tras año y vio menguar mi población peluda. Debilitó el vello de
mis piernas, hizo desaparecer por completo (y no exagero) el de las axilas, se
venía en la maleta si viajaba, era pequeñito y molón, no pesaba nada… lo tenía todo.
Sobre
todo funcionaba.
Después
de mucho, pero que mucho uso, empezó a fallar. El motor se atascaba y aunque
nunca jugué con las dos velocidades ni lo martiricé, era lógico pensar que el
momento de cambiarlo por otro más moderno, había llegado. Allá que me fui de
vía crucis, buscando exactamente el mismo modelo y marca. Tan enamorada estaba.
Lo
encontré. En versión 2.0, claro. Ya no era soso, era rosa y blanco, una cosa
monísima que prometía, además de depilación duradera e indolora, placer a la
vista. Cuán equivocada estaba.
Ni
por el forro se parecen.
Lo
que me vendieron como último modelo del cacharro, se parecía al prototipo
defectuoso de lo que ya tuve. No le llega ni a la suela del zapato (en sentido
figurado), será precioso pero sus pinzas no agarran el vello, tienes que
pasarlo una y mil veces para dejar limpia la piel y terminas irritándola. El
motorcillo se ha cascado al escaso mes y medio de uso y el cable se resiste a hacer
contacto. Todo lo que en el modelo antediluviano tardó diez años en
fastidiarse, en este ha batido récords.
Segunda
decepción. El secador Lissima de Rowenta.
Otra
maravilla que vino a salvar mi vida y que yo recomendaba a voces a todo el que
me quisiera escuchar. Un secador poco más grande que uno de viaje, con
inusitada potencia y un accesorio alisador en la boca, compuesto por una suerte
de placas de cerámica en forma de peine, que convertía en seda tus mechones,
igualito que una plancha. Fácil, fácil, fácil. Para dummies como yo. Y perfecto
para pelo fino filipino, que se quema nada más ver de lejos unas tenacillas. Por
mucha calidad que tengan.
Tal
era mi dependencia al chisme, que cuando viajé a Valencia a presentar uno de
mis libros y me percaté de que lo había olvidado, a punto estuve de saltar
desde el balcón del hotel. Ni comí siquiera. Salí corriendo, busqué el Corte
Inglés y arramplé con otro, antes de que me expulsaran de la casa del libro por
loca.
Obviamente,
como supondréis, habían pasado unos añitos y el Lissima que me encasquetaron ya
no era exactamente el mismo que yo tenía. A pesar de ello, vendí sus virtudes a
las chicas de toda la planta y creo que esa tarde, el gran almacén agotó el
stock de secadores-alisadores disponibles.
Después
de esa situación de emergencia, no volví a usarlo. Tenía a mi ancianito
querido.
Unos
seis años después, el viejito murió y recordé el sustituto, flamante y con
mucho mejor diseño, guardado en su caja. Lo puse en activo.
¿Adivináis?
Justo
eso. ¡¡¡¡¡¡Menuda MMMMMM!!!!!!
Muchos
de los componentes que eran metálicos y resistentes en la versión antigua, ahora son puritito
plástico, endebles y birriosos. Por abreviar y no dormiros os diré que el pelo
tras pasar por sus manos, nada que ver con lo que conseguía antes, un sedoso
con volumen la mar de chulo. Otro desastre que apuntar a la lista.
Entonces
recordé un reportaje “imperdible” que vi en internet y que me dejó ojiplática: Obsolescencia
programada.
Sí,
ya inventaron la bombilla que dura 100 años o ¡atención, chicas! ¡Las medias
que no se rompen! Pero no son rentables. Para nosotros puede, pero no para
ellos, que son los que tienen que amasar dinero a espuertas. Nuestro rol es
matarnos a trabajar para poder gastarlo en sus negocios, que crecen y crecen
hasta reventar de éxito. Adquirir pares de medias y ver llegar las carreras en
la primera puesta, en lugar de ahorrar esos euros, juntarlos con muchos otros
igualmente malgastados, y disfrutar por ejemplo, viajando. Indignante. Nada de
lo que escriba aquí es comparable al modo en que se os abrirán los ojos viendo
el reportaje. Altamente recomendado.
Así
que os dejo. Cabreada como una mona por haber tardado casi tres cuartos de hora
en extirparme cinco pelos mal contados de las pantorrillas. Echando de menos
mis antiguos chismes y preguntándome qué demonios me irán a vender, cuando
estos de hoy, la espichen. Miedo graaaande.
Besos
de los que duran para siempre, motas. Aquí no hay nada obsoleto.
2 comentarios:
A mí me ha pasado con la cera Veet, los cartuchos esos que calientas con la máquina. Los cartuchos de antes eran una maravilla: no dolían, apenas necesitabas papelitos, eran fáciles de manejar... Ahora han debido de cambiar la fórmula de la cera y son una basura: imposible manejarlos, tienes que gastar papel a montones, duele horrores y para colmo no hay manera de que se vaya la cera y te pasas una semana pegándote a cualquier cosa que toque tu piel.
Totalmente de acuerdo. Mucha culpa de todo esto la tiene la manufactura, barata, desatendida, con materias primas de chiste y a bajo coste (aunque a nosotros nos vendan el producto final al mismo o mayor precio). Vamos derechitos al barranco.
Gracias por tu comentario, amiga :)
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